29 y
30-08-12. Máncora
no es lo que imaginábamos. Hacia el sur
los cerros llegan hasta el mar y es imposible pasar más allá. Hacia el norte hay una playa
muy pequeña, con fuerte oleaje que, cuando la marea sube, la deja en
proporciones casi de broma.
La calle
peatonal, llena de negocios llega hasta el mar; a su alrededor muchos
restaurants con su personal invitando a cada turista a que pruebe sus menús.
Gente de
todas partes del mundo. Parece que hubiera un concurso de tatuajes. Nos da la
impresión de que en cualquier momento pasará alguien contando cuántos tenemos.
Muchísimo
artesanos, puestos callejeros y, por supuesto, muchísimos argentinos vendiendo
comida para poder estar unos días más en Máncora.
A la
mañana siguiente encontramos que, hacia el norte, la playa es muchísimo más
extensa. Empezamos a caminar pensando que, según nuestra costumbre, iba a ser
por horas. A los trescientos metros nos sale al paso un policía, que estaba
sentado en una silla. Nos pregunta: “ a dónde van?” respondemos: “a caminar”.
Dice: “no pueden ir más allá, los van a asaltar, con armas”. Le agradecemos y
abreviamos sensiblemente la caminata.
A la
tarde charlamos con gente en el malecón que nos confirma lo peligroso que es esa
parte de la playa, para peruanos y extranjeros.
Donde la caminata se abreviò |
Màncora a cuatro cuadras del centro |
31-08-12.
Insistimos con las playas y nos dirigimos a Punta Sal. Para ingresar hay que
pasar por una barrera y el agente anota el número de placa, además de preguntar
el motivo de la visita.
Diminuto,
casi todas las casas dan al mar, las calles están separadas de la playa. Como
no vemos información turística, oficina ni personal, preguntamos a una señora
propietaria de un comercio dónde podríamos estacionar. Con cara de asco nos
dice que preguntemos en la tranquera de vigilancia.
Nos
vamos a tomar sol a la playa, a los veinte minutos llega un caballero con
camisola bordada, impecablemente blanca y un gran collar trenzado, se presenta
como el “teniente gobernador” (¡¿?!) y nos pide que corramos el vehículo. Admitimos
que estaba cerca de una ochava, de una casa visiblemente deshabitada.
Nos
indica dónde ponerlo y reitera varias veces que si alguien nos dice algo
digamos que el “teniente gobernador” nos autorizó. Corremos el auto, comemos y
les dejamos Punta Sal a los que les guste esa vida con restricciones,
sectorizaciones, encorsetamientos.
Recorremos
varias playas hacia el norte. Las
características son semejantes entre ellas (y totalmente opuestas a la que
acabamos de dejar): mucha pesca artesanal, casitas pobres hacia la playa, con
calles pequeñas como para intentar explorarlas, hasta que llegamos a Puerto
Pizarro.
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