12 y 13-05-12. En la “Baia Norte”, al noroeste de la isla
Florianópolis, un grupo de veleros amarrados a sus boyas esperan ser liberados
para andar.
En el barrio costero varía el número de
cuadras paralelas al mar, entre una y tres, de acuerdo a las ocurrencias del
morro y los espacios que éste les dejó.
Las veredas, muy angostas para una sola
persona y a veces para ninguna.
Las calles, como todas las que recorrimos
hasta ahora en Brasil, angostas también, con curvas y contracurvas imprimen
velocidad en los conductores que se ven obligados a frenar por los constantes
lomos de burro que colaboran con los transeúntes.
La iglesia, histórica con un interior rica
y delicadamente barroco, le hace compañía al cementerio, que como todos los que
hemos visto en Brasil, son alegres, llenos de flores multicolores, abiertos al
entorno de los vivos para continuar una relación armoniosa entre ambos estados
naturales.
Frente a ellos, la placita, con una forma
tan particular como lo es todo en el lugar, que aún tiene impreso, y se
preocupan en continuarlo, la cultura açoriana.
Algunos puestos de artesanos, con tejidos
exquisitos, molinitos de las más variadas formas y colores, más otros sumamente
creativos, se suman a los restaurants y bares que continúan sus locales con
mesas y sillas colocadas en la rambla, frente al mar, cruzando la empedrada
calle.
En un puesto, algo más modesto, comimos
ostras crudas, servidas en bandeja con hielo y limoncitos verdes.
Durante todo el día llega y sale gente de
este maravilloso lugarcito que sólo ocupa unas pocas cuadras.
Al oscurecer, empezaron a aparecer frente a
la costa de esta Bahía, miles de puntos brillantes que marcaban el contorno del
lado opuesto, delineando sobre todo, el imponente puente que une la isla con el
continente.
Dormimos allí, en el estacionamiento que
encontramos a primera hora de la mañana, cuando todo aún estaba cerrado, y que
sin querer, nos dejó en el medio de esta movida recién descripta.
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