18-07-12. Partimos
de Cusco después de permanecer diez días, habiendo decidido no visitar un
montón de sitios arqueológicos, iglesias, museos.
Por un lado por
cuestiones económicas (lo único gratis era sentarse en un banco en la Plaza de
Armas), también queríamos despejarnos y tratar de asimilar tanta información
recibida, ligada al impacto emocional de lo que implican las ruinas, las
historias, las interpretaciones de lo que sucedió. También fue movilizador
interactuar con gentes de costumbres distintas, cocina distinta, habla distinta.
Finalmente, ya hemos hablado antes de nuestra ansiedad por el camino, y
empezábamos a sentir abstinencia de ruta.
Nos dirigimos muy
lentamente hacia la costa.
Dormimos una noche
en un pequeño poblado y volvemos a partir. Al inicio se trata de una tranquila
pista bordeando un rio pedregoso que se ensanchaba y angostaba sin cambiar lo
torrentoso de su caudal. El paisaje, siempre atractivo, con variaciones de la
vegetación a medida que pasaban los kilómetros. Nos alejamos del río y comenzó
nuevamente el ascenso llegando a los 4.547 msnm, los picos nevados comenzaron a
acompañarnos, apareciendo y desapareciendo entre las innumerables curvas del
camino. En los llanos, entre las montañas, asoman pueblos. Hay grandes grupos
de llamas, vicuñas y guanacos, hermosamente marcados con cintas y lanas de
colores en sus orejas.
De repente, en
medio de un paisaje aparentemente desierto aparecen las figuras de tres niños
vestidos de colores, bailando al costado, casi sobre la ruta. Parecía la representación
de una imagen de una película china que vimos hace tiempo. Ante tal espectáculo
paramos casi sin pensar, aunque no había lugar adecuado para estacionar.
Los niños se
acercaron corriendo a la ventanilla gritando: “propina, propina”. Les damos y piden
más, quieren una moneda para cada uno, como no teníamos, nos piden comida y les
damos el paquete de las galletitas que veníamos comiendo.
Jonás (de unos
diez años), tocaba una quena mientras Heber ( siete u ocho), y Janet (apenas
tendrá unos cuatro) lo acompañaban bailando; luego Jonás empieza con las
preguntas: de dónde somos, qué es eso (refiriéndose la mapa rutero), y
finalmente que llevábamos en el carro, le contamos que hay una cama, una
cocina, una mesita y nos pide de verlas ¡que hermosa su carita cuando entra y
ve! Se baja y le dice a Heber que suba para ver, luego le tironea la ropa
porque quiere él subir de nuevo. Conversamos sobre las comidas, nos cuentan que
comen estofado con carne, lomo, alpaca y charqui. Después de alguna charla más,
nos preguntan si vamos a volver…
Se había entablado
entre nosotros un vínculo afectivo, en el que las propinas quedaron olvidadas.
Nos despedidos tirándonos besos, nos desearon buen viaje y que dios nos
bendiga.
Nos encantaría
volver a verlos, sus caritas coloradas por el frío y sus ojitos transparentes,
brillando de emoción.
En un llano, en
medio de la Cordillera de los Andes a 4.490 msnm, Jonás, Heber y Janet nos
brindaron un espectáculo de música, danza y afecto, inolvidable.
Seguimos manejando
hasta un parador, en medio de la inmensidad. Un suculento almuerzo fue coronado
por un “mate de coca” (una gran taza con unas once hojas), luego de la
insistencia del joven que nos atendía reiterándonos en que “hace bien para la
altura”.
Continuamos dos
horas más hasta Lucanas, un pueblito al costado de la ruta, como no hay
banquinas donde estacionar nos dirigimos a varios comercios a fin de preguntar
dónde podíamos parar; nos sorprende que los comercios están “atendidos” por
niños, sus padres no están. Vemos un hombre arriando ganado por el medio de la
ruta, le inquirimos y nos contesta que podemos ir a la cancha de fútbol, abrir
el portón y pernoctar allí.
Luego pasa a
saludarnos y nos invita a ir a su negocio en el, dice, tiene café y queso.
Pasamos más tarde y compramos un queso de campo, elaborado por la gente del
lugar.